domingo, 31 de julio de 2011

Amy Winehouse, una luz en las sombras.


Tenía voz de negra, cuerpo de judía. Cantaba con su acento inglés jazz arrabalero, norteamericano. Su timbre grueso, de mujer que lleva la vida por los pelos, incapaz de echar una lágrima ─Cruela de Vil─, amarraba con extrañeza sus palabras de desamor, de rara inocencia y fragilidad. Llegó a los 28 años como quiso, como pudo, arrastrando escándalos de droga y alcohol por la prensa, deslizando sus zapatos de tacón alto sobre el escenario. En tiempo de anoréxicas voluntarias, supo convertir su flaquencia en un símbolo de rebeldía. Era una skinny desgarbada, ojerosa, llena de antiglamour. Era un poco de oxígeno dentro de la industria de la música, y el público supo respirarla hondo, cuando ella misma no encontraba aire para sí. Su música recordaba esos instantes en que los náufragos encuentran una tabla. Yes, I’ve been black, but when I come back you will know, repetía, pero nunca encontró el camino de vuelta. Vestía como las niñas que juegan a ser grande, fue grande por eso, pero en el fondo era una niña. El hombre más importante de su vida fue un taxista de Londres, su papá. Soñaba con ser ama de casa, nunca aprendió a mentir de verdad, ni comprendió muy bien el alcance de sus palabras. Como toda princesa Disney buscaba un final feliz, y por el camino se convirtió en la musa de los travestis melancólicos, de las adolescentes feas, de las putas serias, de los borrachos de cantina y las gordas durmientes. Murió de sobredosis, nunca supo escucharse a sí misma.

1 comentario:

  1. Me ha gustado
    ¿POr qué mo sigues actualizando el blog?
    Sería genial poder seguir leyendo cosas como estas..
    Anímate.

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